2 de junio. Día de la República Italiana. También es el día de mi aniversario de boda. ¿Cuál de los dos celebrar?
Normalmente, siempre celebré ambos. Me las arreglaba para hacer dos fiestas. A veces, ante mis compromisos profesionales, aprovechaba la Fiesta de la República para recordar también la otra celebración. Y confieso que eso no siempre le agradaba a Amélia —una portuguesa de Lisboa que abrazó mi italianidad. Pero este año, creo que el dilema está resuelto. Celebraré una sola fecha: la de mi matrimonio. Y bien lejos de los llamados tricolores, aunque en nuestra casa todos —hasta mis nietos— llevan la italianidad como una obligación heredada.
Es que el ambiente no está nada bien con este Decreto de la Vergüenza que, surgido —dicen— de la ira de una sola persona, terminó convertido en ley permanente por un Parlamento que se alineó dócilmente a su idea… ¿sólo suya?
La Farnesina, que habría sido el origen de todo este odio hacia lo más hermoso que Italia poseía en el mundo, no merece contar con mi presencia ni participación. Así lo pienso yo, que un día fui condecorado con la medalla de “Cavaliere della Repubblica”. Pero el “caballero” ha bajado de su caballo.
Mejor dicho: fue desmontado a la fuerza, en su dimensión más profunda. Mis hermanos y sobrinos, incluso los que ya están “en la fila del consulado”, están ahora impedidos de decirse italianos como yo, transformado en ciudadano de segunda, tercera, cuarta clase —ya ni sé cuál. Son ahora ciudadanos rechazados por la Italia de Campigo (Castelfranco Veneto), donde la pila bautismal era el símbolo sagrado de nuestras raíces más hondas. A partir de mis nietos, eso se terminó.
Si miramos más allá de mi patio, veremos que este dolor, esta ruptura, no es sólo mía. Resuena en los corazones de millones de ítalo-descendientes dispersos por todo el territorio de este país-continente. Desde los trentinos hasta los sicilianos, desde los vénetos y romañoles hasta los romanos de cepa —y del Lacio, donde nació la lengua portuguesa. Gente que creció escuchando historias de los nonni y bisnonni, que aprendió a hacer polenta y a conjugar verbos en italiano con la mamma —aunque fuera un italiano mestizo, reinventado entre los cafetales de São Paulo, los viñedos de la Serra Gaúcha o las colonias del Espírito Santo.
Esta Ley de la Vergüenza no afectó sólo derechos formales. Golpeó vínculos afectivos, nubló memorias y sembró dudas sobre identidades que parecían firmes. ¿Qué decirle al niño que lleva “Buffon” o “De Gasperi” en el apellido, pero que ahora oye que no es, ni podrá ser, italiano como lo fueron su padre, su abuelo y su bisabuelo? ¿Cómo explicar a una familia que mantuvo viva la lengua, la comida, el dialecto, los ritos y la fe, que todo eso pasó a ser solamente folclore —y ya no pertenencia?
Al negar ese reconocimiento a quienes se sienten italianos nacidos en el exterior, la Italia oficial no sólo traiciona a los que viven fuera de sus fronteras —se traiciona a sí misma. Porque Italia no es sólo la península entre los mares. Italia es también aquella que se diseminó con sus hijos alguna vez rechazados por la miseria, la guerra y el hambre. Hijos que cruzaron los océanos no por elección, sino por necesidad, y que, aún a distancia, jamás rompieron el hilo de la memoria. Al contrario: donde llegaron, levantaron iglesias, fundaron asociaciones, organizaron mutuales, construyeron ciudades enteras inspiradas en la tierra de origen.
Esa Italia trasplantada fue, durante décadas, lo que quedaba de la esperanza italiana en los momentos más oscuros. Y hoy, esa misma Italia es tratada como un estorbo. De repente, nos hemos vuelto un “problema administrativo”. Dicen que somos demasiados. Que saturamos consulados, que recargamos municipios, que congestionamos tribunales. Como si nuestra existencia fuera un error de cálculo, y no un testimonio vivo de la grandeza de un país que un día se enorgulleció de tener hijos en todas partes del mundo.
¿Cómo vernos como un exceso si somos una consecuencia? Si somos una respuesta histórica a la propia Italia que nos expulsó —y que, irónicamente, nos ofrece este amargo regalo justo en el momento en que celebramos los 150 años de la gran inmigración italiana en Brasil. Exactamente después de siglo y medio de historias, de sudor, de reconstrucción de la identidad italiana en tierras lejanas, hoy nos niegan. Es como amputarse un pedazo del propio cuerpo. Y luego culpar al miembro ausente por el dolor que queda.
¿Cómo repetir, como antes, “mi son talian grazia Dio”, si ahora me dicen que no lo soy? ¿Cómo entonar, con los ojos llenos de lágrimas y el pecho colmado de orgullo, viejas canciones heredadas de nuestros nonnos, si la patria de nuestros abuelos nos cerró la puerta en la cara —y además tiró la llave?
¿Cómo enseñar a mis nietos el significado de Madre Patria si, para la nueva ley, ellos ya nacieron demasiado extranjeros, demasiado distantes, demasiado poco italianos? ¿Cómo explicar que la sangre sigue siendo la misma, pero que la burocracia ha decidido trazar una línea en el tiempo, separando a los que pueden sentirse italianos de los que deben conformarse con sólo parecerlo?
¿Cómo asistir a la fiesta si aún nos ofenden con insinuaciones de falsificadores, aprovechadores, casi delincuentes? Como si toda una comunidad —construida sobre el sudor honesto de quienes cruzaron los océanos con una maleta de madera y un trozo de esperanza— pudiera reducirse a un estereotipo vulgar e indigno.
Se olvidan, desde lo alto de sus despachos, que fuimos nosotros, los “italianos de Brasil” (o de cualquier otro lugar), quienes mantuvimos viva la llama de la italianidad cuando, durante décadas, se apagaba incluso en Italia. Se olvidan que, mientras ellos olvidaban sus dialectos, nosotros los preservábamos; que, mientras abandonaban los oficios de los abuelos, nosotros los celebrábamos en las fiestas de colonia; que, mientras muchos renunciaban a la memoria, nosotros la transmitíamos de generación en generación, como se transmite un testamento sagrado.
Nos llamaban “verdaderos embajadores de Italia”, pero ahora nos miran con sospecha, como si nuestra italianidad fuera un fraude —y no un legado. Como si estuviéramos tratando de tomar algo que no nos pertenece —cuando, en realidad, es la propia Italia la que nos está quitando algo que siempre fue nuestro.
Decirse “italo-brasileño”, “italo-descendiente” o incluso “italiano nacido en el extranjero” era más que una frase: era un susurro de pertenencia, una oración cotidiana, una bandera íntima que flameaba en el alma. Hoy, para muchos de nosotros, repetirlo suena casi como un acto de desobediencia civil —o tal vez como el último gesto de fidelidad a algo que no se deja matar por decreto.
El 2 de junio, muchos de nosotros ondeábamos orgullosos la bandera tricolor en nuestros balcones. Pero en este 2 de junio, yo, al menos, optaré por dejarla doblada en el cajón. No por falta de amor a Italia, sino por profundo luto. Porque la República, en esta nueva fase de exclusiones y retrocesos, ha dejado de representarnos.
Tampoco pienso callar. Si hay algo que heredamos junto con los apellidos italianos, fue la capacidad de resistir. De cantar incluso en tiempos oscuros. De cultivar la memoria incluso cuando quieren borrarnos. Y de esperar, con tenacidad, que un día Italia recupere su verdadera vocación: la de ser hogar para todos sus hijos, donde sea que hayan nacido.
En este Día de la República, entonces, nada de fiesta. No hay clima.